Cuando Aiden despierta en una cama de hospital sin recordar quién es, lo único que le dicen es que ha vuelto a su hogar: una isla remota, un padre que apenas reconoce, una vida que no siente como suya. Su memoria está en blanco, pero su cuerpo guarda una verdad que nadie quiere que recuerde.
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Mareas que se Retiran
Días después.
El amanecer en Wharekura llegó envuelto en neblina. Desde la ventana de su habitación, Aiden apenas podía distinguir la silueta de los barcos en el puerto. El sonido de las gaviotas era distante, apagado por una humedad densa que se pegaba a la piel.
En la cocina, Thomas ya estaba despierto, con la radio encendida a un volumen tan bajo que las palabras eran indistinguibles.
—Hoy te quedarás en casa —dijo sin mirarlo—. Hay mucho viento y no es seguro salir.
Aiden no respondió. Se sentó frente a la taza de café que su padre le dejó, observando cómo el vapor se disipaba lentamente.
Sentía que últimamente cada indicación de Thomas llevaba una capa oculta, como si lo estuviera preparando para algo que no quería compartir.
Después del desayuno, Aiden subió al ático. No recordaba haber pasado mucho tiempo ahí, pero la curiosidad le ganó.
Entre cajas de cartón y muebles cubiertos con sábanas, encontró un baúl viejo, con candado oxidado.
Lo tocó y, al hacerlo, una imagen fugaz se cruzó por su mente: el olor a trementina, risas suaves, una mano que se posaba sobre la suya mientras pintaba.
La imagen se desvaneció tan rápido que le dejó un sabor metálico en la boca. Cerró el baúl y retrocedió. Ese pequeño destello de algo desconocido le dejó inquieto… y, por primera vez en semanas, un pensamiento atravesó su mente: ¿y si me voy?
No era un plan, ni siquiera una idea clara. Solo una chispa, pequeña pero persistente.
...
En la ciudad, Leo estaba sentado en la sala de espera del juzgado, con una carpeta de documentos en las manos. El caso seguía avanzando, y no a su favor. Su abogado había sido claro: debía permanecer disponible y no ausentarse.
Leo asentía, pero su mente estaba en otro lugar. La fotografía de Aiden en la playa, guardada en su teléfono, lo acompañaba incluso cuando no la miraba. En las noches la veía en sueños: la figura inmóvil, el mar detrás, y esa postura que gritaba soledad.
Al salir del juzgado, caminó por las calles sin rumbo, intentando pensar en una forma de acortar el proceso. Sabía que si forzaba demasiado, podría perder el caso, pero si no hacía nada… podía perder algo mucho más valioso.
...
El segundo día amaneció más despejado. Thomas salió temprano, dejándole una nota sobre la mesa: “Regreso al mediodía. No salgas.”
Aiden leyó la nota y la dejó sobre el mantel. Algo dentro de él se rebeló contra la orden. Sin pensarlo demasiado, tomó una chaqueta y salió.
Caminó hasta la parte más vieja del puerto, donde las tablas crujían bajo el peso de cada paso. Allí, entre almacenes de madera y redes colgando, encontró una pequeña caseta abandonada. El interior estaba vacío salvo por un banco roto y una ventana con vista directa al mar.
Se sentó. Desde allí podía escuchar el golpeteo constante de las olas, un ritmo que lo calmaba. Sacó un cuaderno y un lápiz que llevaba en el bolsillo, y empezó a dibujar sin rumbo. Cuando levantó la vista, el sol estaba más bajo y sintió que había estado allí horas.
Por primera vez, ese pensamiento volvió con más fuerza: Podría irme. Podría subirme a un barco y no volver.
...
Leo pasó la mañana revisando informes médicos y declaraciones, tratando de encontrar una fisura en la acusación. Había un detalle que lo inquietaba: la autopsia del paciente mencionaba un tratamiento que él nunca recetó.
Su abogado le aconsejó centrarse en la estrategia legal, pero Leo ya pensaba en otra cosa: si podía resolver esto demostrando que no fue su decisión, podría irse antes. Esa noche, frente a la computadora, comenzó a escribir un correo a un contacto de confianza en Wharekura, pidiéndole ayuda para confirmar si Aiden seguía en la isla.
No mencionó su nombre en el mensaje. Solo dijo: “Necesito saber si la persona que busco aún está allí. Es importante.”
...
Thomas lo vigilaba más de cerca. Ese día no lo dejó salir en absoluto, inventando que había un problema en el puerto y que no era seguro. La casa se sentía más pequeña, como si las paredes se hubieran acercado durante la noche.
Aiden pasó horas en su espacio artístico, pintando sin descanso. Las formas que surgían en el lienzo eran fragmentos: un muelle solitario, una silueta de espaldas, un mar gris. Todo parecía querer decir algo que él no alcanzaba a comprender.
Cuando Thomas entró para verlo, se quedó mirando el cuadro por un largo rato.
—Es… inquietante —dijo al fin—. No pintes más de eso.
Aiden no respondió, pero algo en su interior se endureció. Era como si cada palabra prohibitiva de su padre empujara más esa idea de irse, como una marea que sube lentamente, sin hacer ruido, pero que al final se lleva todo.
...
La respuesta al correo llegó al amanecer. Era breve: “Sí. Lo he visto. No parece recordar quién es.”
Leo leyó esas palabras una y otra vez. No saber si Aiden lo recordaba o no lo destrozaba y lo llenaba de esperanza al mismo tiempo. Si no recordaba, tal vez no estaba huyendo de él… pero también significaba que alguien podría moldear su vida a su antojo.
Esa mañana decidió que resolvería el caso como fuera. Y si eso significaba arriesgarse más de lo recomendable, lo haría.
...
En Wharekura, Aiden se quedó despierto hasta tarde, mirando por la ventana. En la ciudad, Leo repasaba una y otra vez el expediente del caso, buscando la grieta por donde pudiera escapar antes de que fuera demasiado tarde.
Dos hombres en lugares distintos, ambos atrapados, ambos pensando en huir… sin saber que el tiempo que les quedaba para encontrarse se estaba acortando.