Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
NovelToon tiene autorización de Anonymous (S.D) para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Dónde Nacen los Inviernos
Eirian
Nunca supe qué era realmente la paz hasta que la perdí.
La encontré sin buscarla. En un rincón del mundo donde nadie me conocía. Donde mi nombre no era una condena.
Me llamaban Tairin.
El forastero de manos suaves. El que cantaba a las flores mientras su vientre crecía con los días.
—¿Va a ser niño o niña? —me preguntó Linna, la hija del herrero, una tarde mientras recogíamos agua del pozo.
—No lo sé —respondí, acariciándome el vientre.
—Debería ser niña. Las niñas siempre resisten más —dijo, con una sonrisa orgullosa—. Como mamá.
Me reí. La primera vez en mucho tiempo que no sentí que me dolía el pecho al hacerlo.
Vivía en una pequeña cabaña, al borde del bosque. Allí planté flores. Leía a escondidas. Aprendí a cocinar pan con centeno. Las noches eran frías, pero no solitarias. Las comadres me visitaban, las ancianas tejían cuentos junto al fuego y yo las escuchaba sin corregirlas cuando decían que los reyes no lloraban.
—¿Tú lloraste alguna vez? —me preguntó una de ellas, una noche.
—Demasiadas veces.
—Entonces no eras un rey —dijo con dulzura—. Eras humano.
El humo fue lo primero.
Corrí hacia la aldea cuando escuché las campanas. El aire apestaba a ceniza. Y al miedo. Los niños gritaban, las madres lloraban. Y en el centro de todo… estaba él.
Corven.
No necesitaba preguntar cómo me encontró.
La luna me había delatado.
—Tanto tiempo… y sigues sin saber esconderte bien —dijo, sin mirarme directamente, como si el reencuentro fuera una formalidad molesta.
—¿Qué estás haciendo? —jadeé, con las manos sobre el vientre.
—Llamando tu atención.
Se giró hacia la casa de madera. Los niños estaban dentro. Linna, su hermanito, varios más. Un soldado sostenía una antorcha. Mi cuerpo se tensó.
—Corven… no.
—¿No? ¿Y qué otra forma tenías de volver? ¿Esperaba que me enviaras una carta?
Me acerqué, paso a paso. El pueblo temblaba detrás de mí. Podía sentirlo. El juicio mudo en cada mirada. Sabían que era por mí. Y aún así, nadie me detuvo. Nadie me obligó.
Fue elección mía.
—Déjalos ir —susurré.
—Entonces ven.
—Y si no lo hago…
—Arderán.
Una pausa. Una tregua suspendida en el tiempo.
Respiré hondo. Miré a los niños por la ventana. Vi a Linna abrazando a los más pequeños, cantando una tonada que yo mismo le enseñé.
—¿Qué clase de monstruo eres? —murmuré.
Corven sonrió.
—Uno que te ama. Y no olvida.
Di un paso. Y luego otro. Hasta que estuve frente a él.
—¿Contento?
—No aún. Pero lo estaré.
El viaje fue silencioso. No porque no hubiera palabras. Sino porque ninguna de ellas servía.
—¿Pensaste que podías esconderte de mí para siempre? —me dijo una noche, mientras compartíamos una pequeña fogata.
—No quería esconderme. Solo… vivir.
—¿Sin mí?
No respondí.
—¿Sabes cuántos murieron por ayudarte a escapar?
Lo miré con furia.
—¿Sabes cuántos han muerto por quedarme?
Él sonrió como si fuera un juego. Como si nuestras vidas fueran un tablero donde solo él sabía las reglas.
—Pensé en ti cada día, Eirian.
—Yo también —susurré—. Pero no como tú crees.
Al llegar al palacio, todo parecía igual.
El mármol, las columnas, el silencio asesino.
Las habitaciones estaban preparadas. Sábanas limpias. Té de lavanda. Almohadas para mi espalda.
Todo diseñado para hacerme olvidar que era una jaula.
Corven entró la primera noche. Se sentó a mi lado. No me tocó. Solo me miró.
—Estás más hermoso ahora —dijo—. Más… completo.
—No digas eso.
—¿Por qué no? Vas a darme un heredero. ¿No es eso… lo que el imperio esperaba de ti?
—Este hijo no es tuyo —dije, con un temblor de rabia—. Es mío. Solo mío.
Corven me observó, y en sus ojos no había rabia. Solo algo peor: ternura torcida.
—Te equivocas, flor mía. Todo lo que nace de ti… ya es mío.
Me giré. No quería seguir escuchándolo.
—¿Y si muero al parir?
—No morirás.
—¿Y si quiero hacerlo?
—Entonces te traeré de vuelta.
A veces, por la noche, acaricio mi vientre y le hablo en voz baja.
—No eres prisionero. No como yo.
Te haré libre.
Juro que lo haré.
El invierno está muriendo.
Y con él, las mentiras.
Pero aún no.
Aún no.
Porque a veces… para salvar una vida, hay que entregar la propia.