Desterrado. Marcado. Silenciado.
Kael fue expulsado de su manada acusado de traición, tras una emboscada que acabó con la vida del Alfa —su padrastro— y la Luna —su madre—. Desde entonces, vive apartado en las sombras del bosque, con cicatrices que hablan más que su voz perdida.
Naia, una joven humana traída al mundo sobrenatural como moneda de pago por su propia madre, ha sobrevivido a la crueldad del conde Vaelric, un vampiro sin alma que se alimenta de humanos ignorando las antiguas leyes. Ella logra lo imposible: huir.
Herida y agotada, cae en el territorio del lobo exiliado.
Kael debería entregarla. Debería mantenerse lejos. Pero no puede.
Lo que comienza como un refugio se transforma en un vínculo imposible. Y cuando el pasado los alcanza— con el nuevo Alfa, su medio hermano sediento de poder, y Vaelric dispuesto a recuperar lo que cree suyo— Kael ya no puede quedarse al margen.
Porque esta vez, no está dispuesto a ceder...
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Protección
Desperté con una sensación distinta a la de los días anteriores. La fiebre solo era un recuerdo, aunque mi cuerpo seguía un poco débil, como si cada músculo se hubiera acostumbrado al peso de las sombras. Me incorporé despacio, esperando ver a Kael sentado junto a la hoguera o a Fenn acurrucado en algún rincón. Pero la cueva estaba vacía.
Por un momento, la angustia me golpeó en el pecho. No era miedo, no todavía, pero sí esa incomodidad que nace cuando el silencio se vuelve demasiado profundo. Había aprendido, en poco tiempo, a sentirme protegida en su presencia, aunque no lo entendiera del todo. Y ahora, sin él, la cueva parecía enorme, más fría, más hostil.
Me levanté. El suelo estaba tibio bajo mis pies descalzos, y el eco de mis pasos me devolvía la certeza de que estaba sola. Caminé hacia el fondo de la cueva, atraída por una luz suave que se filtraba desde una grieta en la roca. Fue entonces cuando lo descubrí: un pequeño espejo líquido, que en un principio pensé era un lago subterráneo.
Me acerqué con cautela, inclinándome hasta que el vapor tibio me rozó la piel del rostro. No era un lago común. Eran aguas termales. Entendí entonces por qué, incluso cuando el fuego se apagaba, el aire en la cueva se mantenía cálido.
Sonreí, casi sorprendida de poder hacerlo después de tanto horror. Sin pensarlo demasiado, me despojé de la tela que me cubría, tímida aún de mi propio cuerpo, de las marcas que había dejado el dolor, de la fragilidad que sentía como un recordatorio constante de lo que había vivido.
Me acerqué con cautela, arrodillándome a la orilla. Hundí los dedos en el agua y un escalofrío me recorrió al sentirla tan agradablemente cálida. Cerré los ojos, respiré hondo. No recordaba la última vez que había tenido un momento de calma, de seguridad.
La idea se formó casi sola en mi mente: debía darme un baño.
Entré al agua. La tibieza me envolvió de inmediato, como un abrazo. Cerré los ojos y suspiré. Era la primera vez, en mucho tiempo, que mi piel no estaba expuesta al frío ni al roce áspero de las piedras. Dejé que el agua lamiera mis cicatrices, y por un instante me permití imaginar que podía borrar las huellas del pasado.
Me hundí un poco más, hasta que el agua cubrió mis hombros. Mi cabello se extendió como un manto oscuro alrededor de mí. El vapor me envolvía y hacía que el aire pareciera más espeso, más íntimo. Era como si la cueva guardara un secreto solo para mí, un lugar donde podía volver a sentirme dueña de mi cuerpo.
Cerré los ojos otra vez, y lo vi: el rostro de mi madre. Sus ojos, antes de que me entregara a aquel monstruo, parecían vacíos, pero alguna parte de mí seguía buscándolos. La traición dolía todavía, incluso más que los cortes en mi piel.
Me estremecí. El agua, aunque cálida, no podía borrar la herida más profunda: la de ser desechada como una pieza sin valor.
Respiré hondo, obligándome a dejar que el calor me calmara. No podía vivir siempre atrapada en ese recuerdo. No si quería sobrevivir aquí, con Kael.
Abrí los ojos y me descubrí más tranquila. El agua me había dado fuerzas. Quizás, cuando él regresara, podría agradecerle por haberme traído aquí. Quizás podría devolverle, aunque fuera un poco, la protección que me daba.
Me quedé un rato más, escuchando cómo las gotas caían de las rocas y se perdían en el agua. Cuando finalmente salí, sentí mi cuerpo ligero, renovado, como si las sombras en mi garganta hubieran cedido un poco.
Me vestí de nuevo, con torpeza pero con calma. Y decidí que, cuando Kael regresara, volvería a ayudarlo. No quería ser solo una carga.
Por primera vez desde que llegué aquí y terminé en manos de los vampiros, sentí que podía respirar sin sobresaltos.
Sin embargo, al notar que el tiempo pasaba una punzada de angustia me atravesó. ¿Dónde estaban Kael, y Fenn? ¿Por qué me habían dejado sola? La soledad no me daba miedo, pero sí la incertidumbre de no saber si estaban bien, si algo afuera los había obligado a marcharse de prisa.
—Volverán… —murmuré para mí misma, convencida de que lo harían.
(Kael)
El bosque me recibió con el aliento helado de la mañana. El cielo, apenas visible entre los árboles, seguía cargado de nubes oscuras. La tormenta de la noche anterior había dejado rastros claros: ramas caídas, huellas marcadas en la tierra húmeda.
Caminaba en silencio, como había aprendido a hacerlo desde niño. El rastro de un ciervo me guió hasta un claro. Me moví con paciencia, evitando el viento para que mi olor no lo alertara. Mis músculos se tensaron, listos para saltar. El instinto animal dentro de mí rugió con hambre, y en un movimiento veloz, acabé con él. No había gloria en la caza, solo necesidad.
La caza era parte de mí, tanto como la necesidad de proteger lo que me pertenecía. Y ahora, ella estaba bajo mi protección.
Me moví atento, no solo buscando presas para alimentarnos, sino rastros. Olores extraños. Cualquier indicio de criaturas que no deberían estar aquí.
El bosque tenía su propio lenguaje. Cada rama rota, cada silencio abrupto, cada olor arrastrado por el viento decía algo. Me agaché junto a una huella fresca: el ciervo, tal vez a menos de una hora de distancia. Perfecto.
Pero mi atención se desvió pronto. Había algo más.
Un aroma agrio, metálico, apenas perceptible, se mezclaba con el aire. Mis músculos se tensaron. Vampiros. No cerca, pero lo suficiente como para preocuparme.
Fruncí el ceño, apretando los puños. No permitiría que encontraran el rastro de Naia. Ella olía a lo que era: humana. Vulnerable. Su aroma podía atraer no solo vampiros, también brujas, hombres lobo errantes o cualquier otra criatura hambrienta.
Debía ocultarla.
Recordé una planta que crecía en la zona, de fragancia intensa y propiedades particulares: enmascaraba olores, confundía a los depredadores. Hacía años que no la usaba, pero todavía recordaba su aspecto. Me desvié del camino, buscando cerca de un arroyo.
Y allí estaba: tallos verdes, hojas alargadas, flores pequeñas y blancas. Arranqué varias, llenando una bolsa improvisada con ellas. Con esto podría protegerla mejor.
Fenn, que había olfateado más adelante, regresó corriendo hacia mí. Su pelaje brillaba bajo la humedad del bosque. Lo acaricié brevemente, agradeciendo su instinto. Él también había captado el mismo olor, y su gruñido bajo lo confirmaba.
Le hice una señal con la mano: calma. No era momento de cazar vampiros.
Respiré hondo, obligándome a contener el fuego que se agitaba en mi pecho. Había demasiados recuerdos, demasiada sangre ligada a esa palabra.
Volví a enfocarme. Primero, asegurar comida. Luego, regresar con Naia.
Con el arco que siempre llevaba conmigo, apunté hacia el ciervo que había rastreado. El disparo fue certero, limpio. No necesitaba más que eso.
Con el animal asegurado, comencé el regreso.
Y aunque mis pasos eran firmes, mi mente no dejaba de volver a la cueva. A ella. A su fragilidad. A la forma en que, aun débil, intentaba mantenerse erguida frente a mí.
Naia era distinta a todo lo que había conocido. Y eso me preocupaba más que cualquier vampiro.