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“La Cristiana Del Harén”

“La Cristiana Del Harén”

Status: Terminada
Genre:Casarse por embarazo / Traiciones y engaños / Esclava / Sirvienta / Amor-odio / Completas
Popularitas:756
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.

Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.

Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.

Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,

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CAPITULO 13

"Ecos entre los muros"

El amanecer llegó con un presagio extraño: las aves no cantaban, el viento apenas susurraba. Desde las torres altas, los vigías divisaron movimientos inusuales en el norte. Mientras Granada aún despertaba, un mensajero llegó jadeando al patio del Alcázar. Sus ropas estaban rasgadas, y el rostro cubierto de polvo.

—¡Emboscada en el paso de Loja! —gritó—. ¡Los cristianos han atacado nuestras caravanas con provisiones!

Zoraida fue la primera en reaccionar. Aún no había terminado de ceñirse el cinturón de seda cuando ya estaba dando órdenes. Su mirada era de hielo, su voz como una flecha lanzada sin temblor:

—Despierten al emir. Llamad a los jinetes de la guardia roja. Y traedme el mapa de rutas... ahora.

En el salón de guerra, el caos se extendía como tinta en agua. Muley escuchó el informe mientras Zoraida, firme a su lado, señalaba sobre el mapa rutas secundarias, puntos de emboscada, escondites naturales. Había aprendido a leer la tierra como si fuera una tela bordada: cada curva, cada valle, era un hilo que podía usar a su favor.

—Propongo una maniobra doble —dijo—. Mandamos un pequeño destacamento por el oeste, como señuelo. La verdadera carga irá por el sur, bajo escolta ligera pero rápida. Yo misma puedo supervisar el embarque.

—¿Tú? —preguntó un visir con desdén.

Zoraida lo miró con altivez.

—No se trata de mí, sino del hijo que parí para este reino. Si no os fiáis de mi juicio, podéis quedaros a mirar cómo se nos mueren de hambre las aldeas.

Muley asintió. No había espacio para egos ni protocolos.

Aquella noche, bajo la lluvia fina que empezaba a caer sobre Granada, partió el convoy secreto. Zoraida, cubierta por un manto oscuro, vigilaba cada paso desde una colina cercana. Varios soldados juraron haberla visto recitar versos mientras vigilaba: palabras que no entendían, pero que parecían alejar el miedo.

Horas más tarde, llegó un halcón mensajero con un nudo rojo en la pata: la misión había sido un éxito. Los suministros llegaron a salvo a las aldeas, mientras las tropas cristianas se desgastaban persiguiendo la caravana falsa.

Pero la victoria tenía un precio. El espía capturado días atrás, sometido a interrogatorio, reveló una verdad amarga: no sólo llevaba información militar. También portaba descripciones detalladas del harén, los movimientos de Zoraida, las rutas de los niños del palacio y, lo más alarmante… una copia de la letra de una carta enviada por alguien desde dentro.

Zoraida apretó los labios. Sus dedos se crisparon sobre el pergamino.

—No basta con mirar hacia afuera. El enemigo también anida en nuestras paredes.

Esa misma noche, organizó un tribunal secreto. Convocó a los guardianes del harén, a los escribas de confianza, y a una anciana del ala norte que conocía cada rincón del castillo. Selló las puertas. Nadie saldría hasta que se descubriera quién traicionaba desde dentro.

Mientras Muley reforzaba las defensas en la frontera, Zoraida se convirtió en centinela del corazón palaciego. Cada concubina, cada sirviente, cada dama fue interrogada discretamente. Y cuando, al fin, el nombre del traidor emergió como un susurro tembloroso, Zoraida no mostró piedad.

—Que lo cuelguen en el patio —dijo, sin levantar la voz—. Y que el viento lleve su ejemplo por toda Granada.

El cuerpo del traidor, expuesto bajo la lluvia, fue visto por todos. Algunos se escandalizaron. Otros murmuraban que la esposa del emir ya no era una rosa... sino una daga envainada en seda.

Esa madrugada, mientras la ciudad dormía temerosa, Zoraida acariciaba a su hijo en su cuna. Murmuraba canciones dulces, como si el mundo no ardiera más allá de las paredes. Sabía que vendrían tiempos peores, pero no cedería. Ni por su esposo. Ni por Granada. Ni por miedo.

Ella era el muro que no caía.

Las primeras luces del alba apenas rozaban los alminares de la Alhambra cuando Zoraida se asomó al balcón de su alcoba. En sus brazos, su pequeño hijo dormía profundamente, ajeno a las intrigas, las guerras, los cuchillos verbales que acechaban desde las sombras. El niño respiraba tranquilo, envuelto en mantas tejidas por las mujeres del harén, con un pequeño amuleto en su pecho: una media luna de plata que su madre misma le había colgado para protegerlo de la envidia y el mal de ojo.

La ciudad, sin embargo, no dormía. No del todo. Granada despertaba con susurros y cuchicheos. Zoraida lo sabía. Ya no era solo la tensión en el frente —las tropas cristianas se acercaban—, ni las preocupaciones por las rutas de provisión o los pozos contaminados. Era algo más profundo, más venenoso: una desconfianza que brotaba como hiedra oscura entre los muros.

Desde que Muley partió hacia Alhama para organizar las defensas, Zoraida gobernaba sola el palacio. Antes de irse, él había tomado su mano entre las suyas y le había dicho, con voz grave:

—“Granada está dividida. Y tú eres el único puente que queda entre la corona y el pueblo. No dejes que ese puente se quiebre.”

Ella no prometió nada. No hizo falta. En sus ojos, el emir vio una llama silenciosa, la misma que lo había cautivado años atrás: una mezcla de fuerza, ternura y decisión.

Pero mantener el equilibrio entre el poder y la multitud era más difícil de lo que imaginaba.

Los rumores comenzaron como gotas, pequeñas, dispersas. Primero, una anciana en el mercado murmuró que la sultana no rezaba en la misma dirección que los demás. Después, un mercader comentó que había visto a una de sus criadas encender velas a escondidas en una habitación cerrada. Luego, aparecieron los panfletos.

Los guardias atraparon a un joven pregonero escondiendo pergaminos entre los adoquines del zoco. El muchacho no era más que un mensajero pagado, pero sus palabras fueron claras:

—“Decían que ella no es hija del Corán, que ha venido a convertir el trono en una iglesia disfrazada.”

Cuando lo llevaron ante Zoraida, esperaba gritos, castigo, quizás la cárcel. Pero lo que encontró fue el silencio.

La sultana lo miró fijamente. En su rostro no había cólera, sino algo más peligroso: compasión.

—“¿Qué ves cuando me miras?” —le preguntó.

—“Una reina... extranjera” —susurró él.

—“Yo también me vi extranjera una vez... Pero ahora soy madre, esposa, protectora de esta tierra. No vine a conquistar. Vine a construir. Y tú, ¿qué has construido?”

El joven no supo qué responder.

Zoraida lo perdonó, pero le exigió que confesara en público. Y así lo hizo. A la hora del zoco, sobre un taburete y frente a comerciantes, vecinos y niños, el muchacho leyó en voz alta sus faltas. Algunos rieron. Otros escupieron cerca. Pero muchos escucharon… y algo empezó a cambiar.

Esa misma noche, Zoraida ordenó una visita inesperada al mercado. Envuelta en un velo oscuro, acompañada solo de dos damas y un par de guardias discretos, caminó entre los puestos como cualquier mujer. Compró naranjas, preguntó por el precio del trigo, ayudó a una anciana a cargar un cántaro.

Un grupo de hombres la observaba desde una esquina. Uno de ellos murmuró:

—“La infiel se pasea como si fuera profeta... pero su alma es cristiana.”

Zoraida lo escuchó. Se giró con lentitud, levantó el velo solo lo suficiente para que se vieran sus ojos verdes. Caminó hacia ellos con la frente alta.

—“Mi alma no necesita etiquetas. Sirve a Granada mejor que muchos de vosotros. Y si eso no basta, entonces ayunad más, rezad mejor… pero no blasfeméis contra quien da de comer a vuestros hijos.”

Los hombres callaron. Uno incluso se arrodilló.

Al día siguiente, desde el patio central del palacio, salieron más de treinta mulas cargadas con cestas de víveres. Las había preparado la propia Zoraida: panes frescos, higos, nueces, aceite de oliva, paquetes de arroz, lentejas, y pequeños sobres con monedas de plata. Todo iba marcado con un lazo azul: el color que había escogido como símbolo personal desde que se convirtió en madre.

Cada canasta llevaba un pergamino con un breve mensaje escrito de su puño y letra:

"Que no falte el pan en tu casa, ni la paz en tu corazón. —Zoraida, madre del heredero de Granada."

Ese gesto fue más efectivo que cualquier decreto. Los niños la miraban con admiración, las mujeres le rezaban en voz baja, y los comerciantes comenzaron a referirse a ella como “la Dama del Jazmín”.

Esa noche, con la ciudad un poco más tranquila, Zoraida se sentó a escribir en su diario. Mientras el viento entraba por la ventana y mecía las cortinas, su hijo dormía a su lado. La vela parpadeaba sobre el pergamino, pero su mano no temblaba.

"Me llaman infiel. Me llaman extranjera. Pero aquí, en estas piedras antiguas, bajo estos cielos de granado y menta, he dado a luz a un hijo, he amado a un hombre, he defendido un trono. Soy más granadina de lo que muchos quisieran aceptar. Y lo seré aún más, hasta que el viento se lleve mi último aliento."

Y justo cuando cerraba su diario, entró una de sus damas, pálida:

—“Mi señora… hemos interceptado otra carta. Pero esta vez… va dirigida a usted. Y lleva el sello de Aixa.”

Zoraida alzó una ceja. La guerra en el palacio no había terminado. Pero ella, envuelta en dignidad, ya no huía de las sombras. Las enfrentaría, una por una.

"El veneno entre las sedas"

Los susurros de la noche no habían cesado. La carta que Zoraida recibió con el sello de Aixa no era una simple misiva, era una advertencia disfrazada de cortesía. Escrita con letra elegante y perfumada con rosa damascena, la nota decía:

"A la señora que ostenta un lugar que no le pertenece: Los muros tienen oídos, y el pueblo tiene memoria. Una flor trasplantada no echa raíces profundas. Cuidarás de tu hijo… si sabes guardar silencio."

Zoraida no respondió. Al menos, no con pluma. Su respuesta sería silenciosa, sutil y letal como el mismo veneno que Aixa intentaba sembrar en la corte. Años de intriga no la habían debilitado, sino templado como el acero. Sabía que en palacio, lo que no se decía era tan peligroso como lo que se gritaba.

En los días siguientes, la Alhambra se llenó de música, olor a incienso y preparativos. Se acercaba el Eid al-Fitr, el final del mes sagrado de Ramadán, una de las festividades más importantes del año. Muley seguía lejos, organizando estrategias en las fronteras, y le había escrito una carta a Zoraida con una simple petición:

"Celebra el Eid con todo el esplendor de Granada. Que no se diga que nuestra ciudad perdió su alma por culpa de la guerra."

Zoraida asumió el encargo como una reina. Preparó el palacio con telas bordadas en oro, mandó pulir los patios, encargar dulces típicos y distribuir alimentos en los barrios más pobres. Coordinó todo personalmente, pero también vigilaba de cerca cada ingrediente, cada copa de agua, cada jarra de leche. La carta de Aixa aún pesaba sobre su conciencia.

La noche anterior al Eid, se celebró un banquete dentro del Salón de los Embajadores. Las lámparas colgaban del techo con luz suave y las fuentes de alabastro murmuraban agua fresca. Las damas del harén estaban presentes, junto a algunos altos funcionarios, nobles y sabios invitados.

Zoraida, vestida con un caftán de seda blanca y velo color esmeralda, irradiaba autoridad y belleza. Llevaba en brazos a su hijo, que dormía tranquilo, con un amuleto nuevo: una pequeña mano de Fátima tallada en marfil, regalo de una mujer bereber que ella había ayudado tiempo atrás.

Aixa, en cambio, apareció más tarde. Caminaba con lentitud, acompañada de un séquito de concubinas leales. Su túnica negra brillaba como obsidiana, y en sus labios no había sonrisa, solo un gesto contenido. Su mirada se cruzó con la de Zoraida... y el aire pareció cortarse.

Cuando llegó el momento de brindar, una de las copas fue colocada ante Zoraida con vino dulce especiado. Pero al levantarla, su nodriza —una mujer mayor llamada Fátima— le tocó el brazo en señal de alerta. Zoraida comprendió de inmediato.

Cambió su copa con la de Aixa. Lentamente. Deliberadamente. Aixa, altiva, la miró con desprecio.

—¿Insinúas que beba tu copa, extranjera? —susurró con tono venenoso.

Zoraida respondió con una sonrisa serena.

—Insinúo que todas las madres deberían estar dispuestas a probar lo que sus hijos beberán mañana. ¿O tu lengua no tolera la verdad?

Los murmullos en la sala se multiplicaron. Aixa se levantó abruptamente. Pero antes de irse, murmuró:

—Esta guerra no la ganará la más hermosa, sino la más astuta.

Zoraida la observó marcharse con calma, y después acarició la cabeza de su hijo.

—Entonces estoy destinada a vencer —dijo, sin mirar a nadie más.

Esa misma noche, dos sirvientes fueron arrestadas intentando huir por los jardines con ropa de cocineras y pergaminos escondidos entre los pliegues de la túnica. Llevaban mensajes sellados, uno de ellos con un mapa del palacio y los horarios del cuidado del niño de Zoraida.

Cuando fueron interrogadas, confesaron: Aixa había prometido recompensarlas si lograban entregar al infante a hombres escondidos más allá de la frontera. Zoraida no lloró. No gritó. Solo pidió que las encerraran, no en calabozos, sino en una celda iluminada, donde rezarían y escribirían lo que sabían… durante semanas.

—El veneno se mata con verdad —dijo—. Y la verdad debe escribirse, para que otros no olviden.

Al amanecer, Granada despertó entre rezos y cantos. Zoraida apareció en los balcones del palacio, vestida con túnica azul noche, su hijo en brazos. Saludó al pueblo con la mano en el corazón.

Distribuyó dátiles, dulces de almendra y monedas entre los huérfanos, con una comitiva de mujeres del harén. Muchos la aclamaban. Otros solo la observaban. Pero ella caminaba con la frente en alto.

En el patio de los Leones, una anciana le entregó un ramo de granado y le dijo:

—Tal vez no naciste aquí… pero echaste raíces. Y eso vale más que la sangre.

Zoraida la abrazó. Era la primera vez en mucho tiempo que se permitía llorar.

Porque sí. Había fuego en los pasillos. Espías en las sombras. Y el enemigo venía desde el norte…

Pero Granada, ese día, estaba en manos de una mujer que no tenía miedo de mirarse en el espejo… y gobernar desde el alma.

"El aliento del trueno"

Las primeras lluvias de otoño cayeron sobre Granada con una fuerza inusitada, como si los cielos presintieran la tormenta política que se avecinaba. Las nubes oscuras no sólo cubrían el firmamento: también parecían haberse instalado sobre la corte nazarí. Las tensiones entre la nobleza, el harén y el pueblo se intensificaban con cada nuevo rumor.

Muley, concentrado en reunir tropas, apenas aparecía en el palacio. Las órdenes llegaban firmadas con su sello, pero eran dictadas por él desde el campamento militar instalado en las afueras. Mientras tanto, el peso del orden, la autoridad y la diplomacia recaía enteramente sobre los hombros de Zoraida.

—Mantén el palacio en calma —le había dicho su esposo antes de partir—. Que ni una sola sombra se mueva sin que tú lo sepas.

Ella obedeció, pero a su manera. Desde la Torre de las Damas, Zoraida comenzó a dirigir el corazón de Granada. Estableció nuevas rondas de guardias entre los sirvientes, aumentó la vigilancia en las puertas secundarias del palacio y autorizó redadas discretas para buscar a los que conspiraban desde dentro. El harén fue purgado silenciosamente: dos criadas fueron despedidas, una concubina fue enviada al campo "por razones de salud" y se colocaron nuevas reglas para el contacto con el exterior.

Mientras tanto, en el zoco, los rumores crecían como las flores salvajes después de la lluvia. Algunos comerciantes susurraban que Zoraida no era verdaderamente musulmana. Otros la acusaban de querer reemplazar a Aixa en el linaje nazarí. Se imprimieron panfletos en pergamino barato, algunos incluso escritos con errores, pero llenos de veneno. Uno de ellos decía:

"Una cristiana de cuna no puede portar la media luna sobre la frente. Granada merece sangre pura."

Zoraida lo leyó en voz baja mientras el pregonero, capturado por los soldados del palacio, temblaba a sus pies.

—¿Quién te dio esto? —preguntó con voz serena.

—Yo solo lo repartí, mi señora… me pagaron por cada uno. No sé más…

Ella no ordenó su castigo. Le dio pan, agua, y una advertencia: la próxima vez, repartiría oraciones o repartiría silencio para siempre.

Esa misma tarde, Zoraida organizó una distribución de alimentos en el zoco. Vestida con un manto oscuro y un velo que cubría su rostro casi por completo, caminó entre los puestos como una ciudadana más. Entregó cestas con higos secos, trigo, lentejas y aceite. Habló con las mujeres, tocó las cabezas de los niños y dejó que su presencia fuera más poderosa que cualquier defensa verbal.

Un anciano que la reconoció, le dijo:

—No sé si reza como nosotros, señora… pero cuida Granada mejor que muchos que lo hacen.

Ella sonrió bajo el velo, sin responder.

Esa noche, en su aposento, escribió en su diario:

"Hoy me insultaron en la plaza. Y hoy me bendijeron. Si los cielos me conceden el equilibrio para tolerar ambos… seré digna de lo que este pueblo necesita."

El rugido de un trueno la interrumpió. En la distancia, los ecos de la guerra crecían. Granada estaba herida, pero viva. Y mientras Muley organizaba ejércitos, Zoraida organizaba la esperanza.

El amanecer en Granada no traía paz.

Las almenas proyectaban sombras largas y delgadas sobre los jardines, como lanzas detenidas en el tiempo. La Alhambra parecía respirar con dificultad. Cada esquina, cada cortina, cada pared de estuco llevaba el peso de los rumores, de los pasos sigilosos, de los ojos que espiaban desde detrás de los arcos tallados.

Zoraida estaba despierta desde antes del canto del almuédano. No podía dormir. Sentada junto a la cuna de su hijo, con una lámpara de aceite casi agotada, lo observaba mientras dormía profundamente. El pequeño tenía el cabello oscuro como el de su padre, pero su piel era clara, suave como pétalos nuevos. Cuando suspiraba, parecía que el mundo entero se detenía para escuchar su inocencia.

—Eres mi único ejército ahora —le susurró Zoraida—. Y por ti, resistiré como una montaña.

Ese día comenzó con normalidad aparente. Las concubinas del harén se reunieron para el desayuno. Las cocinas hervían con fragancias dulces: higos secos, agua de rosas, pan plano con miel, cordero especiado. Las doncellas tejían coronas de flores para decorar los pasillos, como cada jueves antes de las oraciones del viernes.

Pero en medio de aquella rutina, Hafsa —la doncella más leal de Zoraida— irrumpió en sus aposentos con los ojos muy abiertos. En sus manos llevaba un sobre arrugado, ligeramente manchado. La carta, escrita en latín, había sido descubierta entre las ropas de una criada recién incorporada al servicio del harén. Cuando Zoraida la tomó y descifró su contenido, sintió una punzada en el pecho.

Era un mensaje de Castilla.

“La infusión que debilita la sangre está lista. Se entregará al atardecer, dentro del dulce de higos. No falléis.”

Zoraida no respiró. La habitación pareció hacerse más pequeña. Sus manos no temblaron, pero su corazón ardió como nunca. Había pasado años reconstruyendo su vida, su poder, su lugar en Granada. Y ahora, alguien pretendía asesinarla en silencio, como una sombra que roba el aliento.

No alertó al palacio. No gritó. No pidió ayuda.

Se limitó a cubrirse con un sencillo velo marfil, ceñido con una cinta de bordado nazarí, y caminó sola hacia la sala del desayuno. Entró en silencio. Las mujeres la saludaron de pie, algunas inclinando ligeramente la cabeza. En la mesa baja, entre tazones de almendras y jarras de leche, destacaba una bandeja con dulces nuevos. Higos secos rellenos de dátiles y nueces.

Ella no dudó.

Tomó uno entre los dedos, lo partió lentamente, y lo dejó caer. Su voz se alzó, tranquila… pero gélida:

—¿Quién trajo esto?

Nadie respondió. Las mujeres se miraban entre sí, aterradas. Zoraida señaló la bandeja, y su mirada buscó en los ojos de todas. Finalmente, una voz temblorosa emergió del fondo. Era Samira, una joven que Zoraida había protegido cuando apenas era una esclava recién llegada.

—Fueron... ellos. Me prometieron monedas. Una vida nueva en Córdoba.

Zoraida la miró largo rato. No había rencor en su rostro, solo decepción. Se acercó despacio, se arrodilló frente a ella, y con un tono suave, le dijo:

—¿Y vendiste a tu reina por eso? ¿Por un pasaje a un lugar que no te pertenece?

Samira lloraba. Zoraida se levantó y dio la orden:

—Que se le corte el cabello. Que sea expulsada del palacio sin velo ni escolta. Que todos la vean. Que Granada sepa lo que cuesta la traición.

Ninguna concubina habló. Algunas lloraban en silencio. Otras bajaban la vista. A partir de ese día, sabían que el harén ya no era solo un lugar de ocio y lujo… era territorio de Zoraida.

Esa noche, la sultana encendió su lámpara de escritura. Tomó su cuaderno de piel de gacela, y escribió una carta a Muley, que aún se hallaba en las rutas del norte:

“Mi amado,

Granada respira por hilos delgados. Las serpientes entraron al palacio disfrazadas de aves. Pero ya las reconozco. No teman por mí, ni por nuestro hijo. He puesto cerrojos en las puertas del aire, y espinas bajo cada almohada.

Si he de morir, moriré con los ojos abiertos y las manos listas para arrastrar al infierno a quien me toque.

Pero no moriré. No ahora.

Tuya en la tierra y más allá,

Zoraida.”

Después de sellar la carta, miró por la ventana. La luna brillaba pálida sobre Granada. Las calles parecían tranquilas, pero ella sabía que la ciudad temblaba por dentro.

Entonces fue hasta la cuna, levantó a su hijo, y lo abrazó contra su pecho. Le susurró con voz entrecortada:

—Dormirás entre lobos, pequeño. Pero tu madre ha aprendido a morder.

Y esa noche, mientras las estrellas giraban sobre las torres de la Alhambra, Zoraida no cerró los ojos.

Ella velaba.

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