Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
NovelToon tiene autorización de Maria L C para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo 14
Al entrar, la señora Elena les sirvió un café a cada uno, con ese cuidado cálido que solo ella sabía dar. El aroma se esparció por la sala, llenando el ambiente de una calma momentánea. Extendió las tazas con una sonrisa maternal, mientras les decía:
—Tómenlo, estar mucho tiempo afuera les enfría el alma. Esto les va a ayudar a entrar en calor.
Dalia asintió, con un gesto de sincero agradecimiento dibujado en su rostro. Sostuvo la taza con ambas manos, buscando más que el calor del café, una sensación de refugio, algo que le recordara a tiempos más simples, cuando la tierra no estaba en disputa, cuando la muerte de sus padres aún no marcaba su vida con un dolor constante. La señora Elena les dedicó una última mirada de ternura antes de marcharse, dejándolos solos en la sala.
Martín tomó un sorbo del café, pero enseguida se dirigió al minibar. Sabía que necesitaba algo más fuerte. Se sirvió un poco de whisky, con movimientos firmes, casi mecánicos, como si ya hubiera repetido ese gesto mil veces, para acallar la rabia que se le acumulaba en el pecho.
—Los abogados están revisando todos los documentos que encontramos —dijo, dándole un trago al vaso antes de continuar—. Todo lo que tiene que ver con los límites de la hacienda de la abuela… y de los terrenos que te pertenecen, Dalia. Por derecho. Son tuyos desde que tus padres murieron. La abuela tenía en su poder todo, como tu tutora legal, ella sabía que algún día ibas a hacerte cargo de ellos.
Ella lo miró con ojos encendidos. No por la sorpresa, sino por la determinación que crecía en su interior desde hacía semanas, alimentada por la injusticia y por la memoria de su familia.
—Si los Montalvo los quieren… —empezó ella, pero Martín la interrumpió, como si ya supiera lo que iba a decir.
—No los tendrán —sentenció él, con una firmeza que retumbó en la estancia como un disparo—. Vamos a luchar. No vamos a permitir que sigan haciendo daño al pueblo, ni a ti, ni a nadie más.
Dalia bajó la mirada a su taza, como si en el fondo oscuro del café pudiera encontrar alguna respuesta, alguna señal. Recordó la última vez que caminó por los campos junto a su padre, cuando él le habló de la importancia de cuidar esa tierra, no solamente por herencia, sino por historia, por amor a sus raíces.
—Los Puentes también están de nuestro lado —murmuró, como si aún dudara de si estaba bien confiar—. Ellos han tenido pérdidas, daños... aseguran que los Montalvo están detrás de todo. Que son ellos quienes han incendiado sus almacenes, saboteado sus cosechas, amenazado a sus peones.
Martín asintió. Su rostro tenía una mezcla de furia y convicción. Se acercó a ella y se sentó en el sillón frente al suyo, dejando el vaso sobre la mesita de madera con un golpe seco.
—Entonces no estamos solos —dijo—. Eso es importante. Los Montalvo tienen poder, sí... pero también enemigos. Y nosotros tenemos razones. Muchas. Demasiadas.
Dalia levantó la mirada y por primera vez en semanas, sus ojos mostraron un brillo distinto. No era sólo dolor. Era fuerza. Era decisión.
—Quiero que paguen, Martín —dijo con un hilo de voz cargado de veneno dulce—. No sólo por mí... por mis padres. Por toda la gente a la que han hecho sufrir. Por cada familia que ha tenido que dejar sus tierras. Por cada campesino que ha trabajado como esclavo.
Él extendió la mano y la tomó con fuerza.
—Lo van a hacer. Te lo prometo.
Una ráfaga de viento golpeó las ventanas en ese momento, como si la naturaleza misma quisiera intervenir en esa promesa silenciosa. El fuego de la chimenea crepitó, arrojando chispas que parecían responder a la tensión en la sala. Dalia se levantó y caminó hacia la ventana. A lo lejos, las sombras de los árboles oscilaban con violencia, como si presintieran la tormenta que se acercaba, no sólo en el cielo, sino en la tierra que rodeaba la hacienda.
—¿Crees que los Montalvo van a quedarse de brazos cruzados? —preguntó sin girarse, sin dejar de observar la noche—. Ellos saben que tenemos los documentos. ¿Que vamos a enfrentarlos?
—Claro que no —respondió Martín, levantándose también—. Y por eso debemos estar preparados. Esto no va a ser sólo una pelea legal. Va a ser una guerra.
Dalia se giró lentamente. Sus ojos reflejaban la danza del fuego, y en su rostro se dibujaba la silueta de alguien que ya no era una víctima. Era una mujer dispuesta a pelear por lo suyo, por lo de los suyos. Por su historia.
—¿Y si nos pasa algo? —susurró—. ¿Y si terminamos como mis padres?
Martín se acercó a ella y la tomó por los hombros.
—Te juro que no voy a permitir que eso pase. Pero si nos toca... vamos a pelear hasta el final.
Hubo un largo silencio entre ellos. Sólo el viento y el fuego hablaban. Afuera, la noche se volvía más oscura, como si quisiera ocultar las decisiones que estaban tomando dentro de aquella sala iluminada por la luz temblorosa de la chimenea.
Dalia apoyó la frente en el pecho de Martín. Él la abrazó con una fuerza que no buscaba consolar, sino proteger. Sabía que no podía prometerle que todo saldría bien, pero podía prometerle que no estaría sola. Nunca más.
—Mañana vamos a ver a los Puentes —dijo ella finalmente—. Quiero escuchar todo lo que saben. Quiero formar una alianza firme. Que todos sepan que ya no tenemos miedo.
Martín asintió. Sus dedos acariciaban su espalda con movimientos lentos, casi inconscientes, como si tratara de grabar en su piel el juramento que no se animaba a repetir en voz alta.
—Lo haremos —dijo, en voz baja.
Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, sintieron que habían recuperado algo que los Montalvo no podían quitarles: la esperanza.
Martín levantó con sus dedos el rostro de Dalia, se miraron en silencio, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos. Luego se acercó a sus labios y le dio un beso que transmitía paz y seguridad, un gesto suave pero profundo, como una promesa silenciosa de que todo estaría bien.
Dalia cerró los ojos, dejándose llevar por la calidez de ese beso. Por un instante, todo el miedo, la ansiedad y las dudas se desvanecieron. Solo estaban ellos dos, envueltos en una burbuja de calma. Cuando Martín se separó apenas unos centímetros, apoyó su frente contra la de ella y habló en voz baja.
–No tienes que temer, Dalia. Estoy aquí... y no pienso irme.
Ella respiró hondo, aferrándose a su camisa con suavidad, como si necesitara asegurarse de que era real.
–Es que todo ha sido tan confuso últimamente –susurró–. A veces siento que estoy al borde de romperme.
Martín acarició su mejilla con el dorso de la mano.
–Entonces déjame ser el que te sostenga cuando eso pase. No tienes que ser fuerte todo el tiempo.
Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Dalia, pero no era de tristeza. Era alivio. Por primera vez en mucho tiempo, alguien le ofrecía un refugio, no con palabras vacías, sino con actos sinceros.
–Gracias... –murmuró.
–No me des las gracias, solo déjame quedarme a tu lado.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!