El Lobo Exiliado

Después del almuerzo Fenn me obligó a ir nuevamente a la cama. ¿Cómo lo hizo? Me llevó junto a ella a empujones, no fue brusco, pero hasta que no me acosté nuevamente no me dejó en paz. Kael, no decía nada, solamente observaba. De pronto tomó una bolsa que colgaba en la pared le silbó a Fenn y este corrió a su lado. Le dio un par de palmadas sobre el lomo y salió de la cueva sin decir nada.

Me dormí.

Cuando desperté la sensación de que mi cuerpo, por fin estaba en óptimas condiciones me trajo un gran alivio. La cueva olía a humo suave y a hierbas secas; ese aroma me devolvía una calma extraña, como si me recordara que a pesar de estar en un lugar desconocido me encontraba viva, en un refugio que no entendía del todo, pero que había comenzado a sentir como un lugar seguro.

Me incorporé despacio, cubriéndome los hombros con la manta de pieles que Kael había dejado sobre la cama. Lo busqué con la mirada y lo encontré junto al fuego, agachado, ocupado con algo que parecía carne sazonada y un cuenco de raíces. Sus movimientos eran tan seguros que por un instante me quedé observándolo en silencio. Era grande, imponente, y sin embargo, había una precisión en él que contrastaba con su aspecto rudo y salvaje.

Respiré hondo, reuniendo valor, y me levanté.

—Déjame ayudarte —le pedí, avanzando hacia él.

Kael giró la cabeza, sus ojos oscuros me recorrieron de pies a cabeza con ese gesto suyo de escrutinio, como si pesara mis fuerzas. No dijo nada, claro que no, pero su silencio tenía siempre la forma de una pregunta. Le sonreí débilmente.

—Me siento mejor, de verdad. Y quiero ayudar.

Por un instante pensé que me rechazaría. Sus labios se apretaron y un suspiro apenas audible escapó entre sus labios, pero al final se apartó un poco, haciéndome espacio junto a la mesa donde estaba preparando los ingredientes. Ese gesto fue su manera de decir “está bien”.

Me senté a su lado y él me pasó un cuchillo. Pesaba más de lo que esperaba, luego señaló las raíces y con un movimiento corto de la muñeca me mostró cómo cortarlas en trozos pequeños. Asentí y empecé a imitarlo.

El silencio que se extendía entre nosotros no era incómodo. Lo sentía lleno de cosas no dichas, como si cada gesto suyo hablara más que un centenar de palabras.

Mientras trabajaba, lo observaba de reojo. Se movía con una naturalidad que me sorprendía: fuerte pero preciso, ágil pese a su tamaño. Sus manos grandes se desplazaban con un cuidado casi meticuloso, organizando cada pedazo de carne, cada hierba, como si el orden fuera parte esencial de su vida. Había disciplina en cada uno de sus movimientos, y me pregunté de dónde venía, qué había vivido para ser así.

—Cuando corría por el bosque… —mi voz rompió el silencio sin que lo planeara. Sentí que las palabras necesitaban salir—. Tenía miedo. Miedo de que me alcanzaran.

Kael levantó apenas la cabeza, sus ojos se clavaron en mí con atención. Continué.

—Las bestias me perseguían, y detrás de ellas venían los vampiros… ellos podían olerme, lo sé. Corría y corría, pero era como si siempre los tuviera detrás.

Fenn, que descansaba cerca del fuego, levantó las orejas y soltó un gruñido bajo al escuchar esa palabra. “Vampiros”.

La mirada de Kael cambió en ese instante. Se endureció, oscureciéndose como una tormenta contenida. No apartó la vista de mí, pero tampoco dejó de hacer lo que hacía con las manos. Era como si cada fibra de su cuerpo se tensara con ese recuerdo que yo le estaba compartiendo.

—Pensé que no iba a lograr huir de ellos —murmuré, bajando la mirada hacia los trozos de raíz que no salían tan perfectos como los suyos—. Pensé que moriría ahí mismo… o peor que me llevarían de nuevo con el conde.

El aire en la cueva se hizo más denso. Podía sentir la rabia contenida de Kael, aunque su cuerpo permaneciera quieto. Sus hombros parecían más anchos, sus mandíbulas apretadas. Comprendí entonces que no era indiferente a lo que decía. Esa reacción silenciosa me estremeció: él sabía lo que significaba enfrentar vampiros. Tal vez más de lo que yo podía imaginar.

No dijo nada. Solo siguió cocinando. Pero la tensión era palpable.

Fenn se levantó y se acercó a mí, apoyando su hocico sobre mi pierna, como si quisiera ofrecerme un consuelo torpe. Le acaricié la cabeza, agradecida.

—Supongo que ahora… estoy lejos de que ellos me encuentren, ¿verdad? —pregunté casi en un susurro, y aunque no esperaba respuesta sabía que así era.

Kael se detuvo. Tomó una cuchara y removió la carne que había echado en lo que parecía ser una cacerola. Luego, sin mirarme aún, sirvió una porción en un cuenco más pequeño. Lo colocó delante de mí, con un movimiento lento pero firme.

Cuando por fin alzó la mirada, sus ojos hablaban más claro que cualquier palabra. Ese gesto, ese plato servido, era una declaración muda que me decía : Aquí estás a salvo.

Sentí que un nudo se formaba en mi garganta. No lloré, pero me costó tragar. Era la primera vez, desde que había llegado a este mundo, que alguien me ofrecía algo sin esperar nada a cambio.

Tomé la cuchara que me tendió y probé un bocado. El sabor era intenso, fuerte, lleno de especias que me resultaban desconocidas pero reconfortantes. Sonreí sin darme cuenta.

—Está delicioso, gracias —Lo miré, queriendo que supiera que lo apreciaba.

Él asintió apenas, y esa mínima curva en sus labios fue lo más parecido a una sonrisa que había visto en su rostro.

El fuego chisporroteaba, iluminando la cueva con destellos cálidos. Afuera, el viento rugía, recordándonos que estábamos aislados en medio de la tormenta. Pero dentro, el calor, el olor a comida y la silenciosa compañía de Kael me daban una certeza que no había sentido en mucho tiempo.

Estaba a salvo.

Y aunque él no podía decirlo con su voz, yo lo había entendido.