Cuando Aiden despierta en una cama de hospital sin recordar quién es, lo único que le dicen es que ha vuelto a su hogar: una isla remota, un padre que apenas reconoce, una vida que no siente como suya. Su memoria está en blanco, pero su cuerpo guarda una verdad que nadie quiere que recuerde.
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Si me vuelvo a perder
Leo no durmió la noche que envió el mensaje.
Se quedó sentado frente a la pantalla del computador, mirando la bandeja de salida, como si las palabras escritas pudieran materializarse en la otra punta del país. Releyó cada línea, preguntándose si había dicho demasiado, o muy poco. Pensó en escribir otro correo. Uno más extenso. Más humano. Más desesperado.
Pero no lo hizo.
A la mañana siguiente, el café le supo a tierra. El consultorio le pareció más estrecho de lo habitual. Los pacientes se convirtieron en sombras que hablaban de manchas y cremas, mientras él sonreía por inercia.
En el fondo, solo quería mirar su celular.
Una y otra vez.
Pero no había respuesta.
Ni de Maia.
Ni del universo.
Pasaron tres días.
El buzón de entrada seguía vacío, pero algo dentro de Leo ya había cambiado.
Ese mismo jueves cerró el consultorio al mediodía y caminó hasta su apartamento como si el mundo fuera de papel. Al entrar, se dirigió directamente al armario más alto del pasillo. Sacó una caja negra, polvorienta, marcada con la palabra "Aiden" escrita en letras de marcador.
La colocó sobre la mesa.
Dentro había cosas que no había tocado en meses.
Un cuaderno de tapas blandas con notas desordenadas.
Entradas de un concierto al que Aiden nunca llegó a asistir.
Un colgante sin cadena, con una piedra azul que Aiden decía que le recordaba al mar.
Una foto.
La sostuvo con dedos temblorosos.
Aiden estaba riéndose en ella.
Sentado en la cama, con una de sus pinturas apoyada en las piernas.
Tenía manchas de color en el rostro y los brazos, y los ojos encendidos como fuego recién nacido.
Leo lo había amado así.
Con todo el cuerpo.
Con todas las ganas.
Con todos los miedos.
Y no lo había visto venir.
La noche antes de que Aiden desapareciera, discutieron.
No fue una pelea violenta. Solo una de esas discusiones que desgastan como la lluvia fina. Leo no había entendido por qué Aiden evitaba hablar del pasado, por qué nunca le permitía acompañarlo en las llamadas con su padre, por qué cada vez que se hablaba de visitar su ciudad natal, Aiden cerraba como una flor sin sol.
—No es tan fácil —le dijo esa vez, de espaldas a la cama—. No entiendes lo que es crecer en un lugar donde respirar ya es una rebelión.
Leo quiso acercarse, pero Aiden se había ido al amanecer.
Solo dejó una nota en la nevera: “No me busques. No puedo seguir siendo esta versión rota de mí. Perdóname.”
Pero Leo sí lo buscó.
Y no dejó de hacerlo.
El cuarto día, el correo llegó.
Fue una sola línea.
“¿Quién es usted para él?”
Leo se quedó en blanco.
No era una pregunta fácil.
Volvió a leerla. Una, dos, tres veces.
Luego respondió.
“No sé si todavía soy alguien para él. Pero fui quien lo vio sin miedo. Fui su casa. Y estoy dispuesto a serlo otra vez.”
Envió el mensaje sin pensarlo.
Y esta vez, sí obtuvo respuesta.
“Lo contactaré si lo considero pertinente. Por ahora, no intente comunicarse de nuevo.”
No era lo que esperaba.
Pero era algo.
Era una grieta en el muro.
Y Leo sabía que, a veces, una grieta era suficiente para que entrara la luz.
Esa noche volvió a revisar los archivos que había guardado de la búsqueda: reportes policiales sin respuestas, una copia del informe médico que obtuvo de forma casi ilegal, los datos de la última transacción bancaria de Aiden, el historial de llamadas.
Y un nombre resaltado varias veces en rojo:
Wharekura.
Nunca había estado allí.
Sabía que era una isla pequeña.
Un lugar que no aparecía en los mapas turísticos.
Un punto perdido entre acantilados y niebla.
Pero era donde Aiden nació.
Donde lo habían llevado después de que se borrara a sí mismo.
Donde tal vez seguía esperando —aunque no lo supiera— que alguien lo recordara por él.
Leo empacó una mochila pequeña esa misma madrugada.
Ropa suficiente para unos días.
El cuaderno de Aiden.
La camiseta gris.
Y la piedra azul.
Reservó un vuelo hasta la ciudad continental más cercana y luego un ferry hacia Wharekura.
No le importaba cuántas horas tardara.
Cuántos “no” recibiría.
Cuántas puertas tendría que tocar.
Solo necesitaba una señal.
Un cruce de miradas.
Un gesto involuntario.
Un silencio reconocible.
Antes de cerrar la puerta del apartamento, Leo escribió una nota y la dejó sobre la mesa del comedor:
“Si me vuelvo a perder, búscame donde aprendí a amar sin miedo.”
– L.
No sabía si alguien la leería.
Pero no podía irse sin dejar una huella.
Como Aiden.
Como todos los que alguna vez tuvieron que huir de sí mismos para salvarse.