Emiliano y Augusto Jr. Casasola han sido forjados bajo el peso de un apellido poderoso, guiados por la disciplina, la lealtad y la ambición. Dueños de un imperio empresarial, se mueven con seguridad en el mundo de los negocios, pero en su vida personal todo es superficial: fiestas, romances fugaces y corazones blindados. Tras la muerte de su abuelo, los hermanos toman las riendas del legado familiar, sin imaginar que una advertencia de su padre lo cambiará todo: ha llegado el momento de encontrar algo real. La llegada de dos mujeres inesperadas pondrá a prueba sus creencias, sus emociones y la fuerza de su vínculo fraternal. En un mundo donde el poder lo es todo, descubrirán que el verdadero desafío no está en los negocios, sino en abrir el corazón. Los hermanos Casasola es una historia de amor, familia y redención, donde aprenderán que el corazón no se negocia... se ama.
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Alguien que sepa valorarla
Mariana llegó a la hacienda justo cuando Danitza salía disparada, roja de coraje y llorando. Estacionó sin apuro, se quitó los lentes y miró al balcón. Ahí estaban su abuela Analia, su mamá y su papá, con caras de preocupación y resignación.
Pero lo que de verdad le llamó la atención fue ver a su hermano Augusto tieso como estatua al pie de la escalera, con los puños cerrados y mirando hacia donde se había ido Danitza.
Mariana sonrió con cariño y un toque de malicia, saludó con la mano y entró decidida. Su papá, Martín, estaba con los brazos cruzados, como esperando que ella apareciera. Se entendieron con una mirada. Él la conocía bien.
—Déjamelo a mí, —dijo ella sonriendo, mientras se quitaba la chaqueta.
Martín asintió, con esa cara de papá, que sabe que su hija mayor heredó su carácter y el don de su mamá para calmar las cosas. Mariana se arregló el pelo, enderezó los hombros y caminó hacia su hermano con esa clase que la caracterizaba.
—Ahora sí, Augusto, —susurró mientras lo alcanzaba, a ver qué lío te traes.
Mariana se acercó sin prisa, haciendo sonar sus botas en el piso de piedra. Augusto no se movió, parecía pegado al suelo. Tenía la mandíbula tensa y la mirada perdida, pero al verla llegar, se relajó un poco.
—Hermano, —dijo suavemente, abriendo los brazos.
Augusto arrugó la frente, pero terminó abrazando a su hermana. Mariana lo apretó fuerte, dándole ese consuelo que solo los hermanos entienden. Él cerró los ojos un segundo y apoyó la frente en su hombro.
—Vamos, —dijo Mariana, al separarse —tenemos que hablar. Y ni digas que no tienes nada que contar, que te conozco desde chico. Te leo como un libro.
—No es fácil, Mariana —respondió él.
—Lo fácil me aburre —contestó ella con una sonrisa mientras lo tomaba del brazo. —Vente.
Sin esperar respuesta, lo llevó a las caballerizas. Nadie los siguió, aunque varios en la casa querían espiar. Dalia y Martín se miraron rápido, confiando en que Mariana haría lo que mejor sabe: arreglar todo sin gritos.
Augusto caminaba callado al lado de su hermana, con las manos en los bolsillos y pensando mucho. El sol empezaba a caer, pintando de dorado los campos alrededor de la hacienda. Se escuchaban los pájaros y el crujido de la grava bajo sus botas.
Mariana lo miraba de reojo, con ese cariño y firmeza de hermana mayor. Sabía cuándo su silencio era enojo y cuándo era tristeza. Esta vez, era silencio de pelea interna.
—¿Quieres que le diga a mami que te prepare un té para que te calmes? —bromeó, dándole un empujoncito.
Augusto frunció el ceño, pero seguía mirando al suelo. Mariana sonrió con ternura. Al llegar a la caballeriza, él empezó a ensillar su caballo sin decir nada. Ella hizo lo mismo, como si lo hubieran hecho mil veces. Montaron y cabalgaron en silencio hasta el manantial, el lugar donde habían vivido tantos momentos importantes desde niños.
Mariana se bajó primero. Caminó hasta la roca donde siempre se sentaban y esperó a que su hermano amarrara el caballo. Cuando él se acercó, lo jaló del brazo y lo sentó a su lado.
—A ver, pollito —dijo, usando el apodo de chicos que les tenía a él y a Emiliano —¿Me vas a contar qué pasó con Danitza o invento yo la historia?
Augusto se pasó la mano por la cara y suspiró.
—Es que siempre es lo mismo con ella, Mariana. Siempre me saca de quicio.
—¿Y tú no haces lo mismo?
—No. Bueno, tal vez sí. Pero no lo hago a propósito. Es que Danitza me desespera. Es tan... ella.
—¿Y 'ella' significa qué? ¿Inteligente, independiente, guapa y que te dice las cosas claras aunque duelan?
—Significa que no me escucha. Que cree que todo lo hace bien, que no necesita a nadie, que no tengo derecho a decirle nada.
Mariana entrecerró los ojos y lo miró con picardía.
—Augusto, ¿estás enojado porque no te necesita?
Él parpadeó. El silencio que siguió lo dijo todo.
—No es eso, dijo al fin. Es que sí me necesita. Pero no lo acepta. Y cuando lo acepta, se va. Me deja con las palabras en la boca. ¿Cómo voy a saber qué quiere?
Mariana lo escuchó en silencio. Luego, suavemente, puso su mano sobre la de él.
—Yo creo que sí sabes lo que ella quiere. Solo que te da miedo que sea lo mismo que tú.
—¿Y qué se supone que quiero yo?
—¿De verdad necesitas que te lo diga? —le preguntó Mariana mirándolo fijamente. —Estás loco enamorado por Danitza desde los dieciséis. La defiendes con uñas y dientes, pero la atacas con la lengua. La cuidas a escondidas, pero la provocas cada vez que la ves. Augusto, ¡por favor! ¿Cuántas señales necesitas?
Él bajó la mirada, apretando la mandíbula.
—Es que no puedo, Mariana. No puedo dejarme llevar con ella. Tengo miedo de perder el control. Miedo de que me vuelva a dejar tirado. Miedo de sentir tanto por alguien que me puede destrozar con un simple adiós.
—Pues bienvenido al club de los que aman, dijo Mariana con una sonrisa. Amar es eso, hermano. Es saber que te pueden lastimar y aún así quedarte. No hay garantías, pero si no te arriesgas, te vas a quedar toda la vida peleando con ella sin saber qué pudo haber sido.
Augusto cerró los ojos un momento, escuchando el sonido del agua.
—A veces siento que si la beso, no voy a poder soltarla jamás.
—¿Y no sería lo mejor que te podría pasar?
La pregunta quedó en el aire. El sol se escondía tras los árboles y la brisa traía el olor de los azahares. Mariana se levantó despacio y se sacudió el pantalón.
—Vamos. Mamá hizo pan de elote y seguro Emiliano ya se comió la mitad. No te lo puedes perder.
Augusto no se movió. Miró el agua del manantial, como buscando respuestas en su reflejo.
—Gracias, hermana.
—No me des las gracias, pollito. Solo prométeme algo.
—¿Qué?
—La próxima vez que discutas con Danitza, escucha a tu corazón. Seguro te dice algo más cercano a la verdad que todo ese orgullo tuyo.
Mariana volvió al caballo, montó y esperó a que su hermano hiciera lo mismo. Cuando regresaban, Augusto miró por última vez al manantial. En su pecho, las palabras no dichas latían fuerte: si la beso, no la suelto más.
—Gracias, hermana, —volvió a decirle Augusto al llegar a la casa.
—Para eso estoy, —respondió Mariana bajando del caballo. —Ahora muévete, empieza a conquistarla, porque si no haces algo hoy mismo, me meto yo y me la llevo con alguien que sí la valore.
Augusto soltó una risita, y por primera vez en días, se sintió un poco mejor. Y en ese momento, había tomado una decisión.
,muchas gracias