Ginevra es rechazada por su padre tras la muerte de su madre al darla a luz. Un año después, el hombre vuelve a casarse y tiene otra niña, la cual es la luz de sus ojos, mientras que Ginevra queda olvidada en las sombras, despreciada escuchando “las mujeres no sirven para la mafia”.
Al crecer, la joven pone los ojos donde no debe: en el mejor amigo de su padre, un hombre frío, calculador y ambicioso, que solo juega con ella y le quita lo más preciado que posee una mujer, para luego humillarla, comprometiéndose con su media hermana, esa misma noche, el padre nombra a su hija pequeña la heredera del imperio criminal familiar.
Destrozada y traicionada, ella decide irse por dos años para sanar y demostrarles a todos que no se necesita ser hombre para liderar una mafia. Pero en su camino conocerá a cuatro hombres dispuestos a hacer arder el mundo solo por ella, aunque ella ya no quiere amor, solo venganza, pasión y poder.
¿Está lista la mafia para arrodillarse ante una mujer?
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Niñez terrible.
Han pasado ocho años desde aquella fatídica noche, donde un ángel inocente se quedó sin su madre y se ganó el desprecio de su padre.
La mansión Marconetti se ha convertido en un mausoleo silencioso, decorado con fantasmas que nadie ve, salvo Ginevra.
Tiziano apenas la mira; cuando lo hace, es solo para recordarle que no debe existir.
Eleonora la evita durante el día, pero por las noches se asegura de dejarle claro que no es bienvenida.
La niña, con su cabello oscuro y los ojos del mismo color que los de su madre, pasa horas en el jardín, esperando a que alguien se acerque y la mire, esperando un “te quiero” que nunca llega. El único cariño que conoce es el de la señora que la cuida y quien le habla de lo maravillosa que fue su madre.
A veces la pequeña habla con una muñeca rota, la única herencia de su madre. Su nana se la dio y ella ha logrado esconderla de Eleonora; esa mujer no tolera nada que traiga al presente el recuerdo de su madre.
—Mamá, ¿crees que algún día me quiera? —pregunta cada noche antes de dormir, pero nadie responde. La muñeca fría solo la observa como lo que es: un objeto sin vida.
Cada sonrisa, cada gesto amable, cada celebración es para su pequeña hermana Elena, que es como la luz en esa casa.
Ambas pequeñas van a la escuela, pero solo se notan los logros de la pequeña Nora; Ginevra es un cero a la izquierda en esa casa.
El día de hoy es muy importante: en el colegio donde estudian ambas menores se celebra el Día del Padre. Las maestras de cada niña han organizado una actividad para que cada estudiante cree una tarjeta para sus padres; también han sido invitados para ver a sus hijas recitar poemas.
La carta que preparó Elena es muy hermosa; la llenó de brillantina. La niña se levantó sorprendida al ver a su padre entrar con un enorme ramo de flores para ella.
—Papito... Viniste —grita la chiquilla llena de emoción. Su padre es su héroe y tenerlo ese día es muy importante para ella.
Su madre lo acompaña, radiante como siempre, en un traje elegante; son la familia perfecta, al menos ante los ojos curiosos de la sociedad.
—Mi dulce niña, claro que vine, no me lo perdería por nada —la rodea con sus fuertes brazos y besa su cabeza. Ese momento tan especial que toda niña anhela, ella lo disfruta.
Al terminar la actividad decide irse sin mirar atrás; no hay nada más en ese lugar que lo detenga...
Mientras tanto, en el salón de la pequeña Ginevra, ella está apartada en un rincón, con los ojos enrojecidos.
—Otro año que no vino —murmura, mirando su muñeca y secando sus lágrimas traviesas.
Decide observar la ventana y logra verlo salir junto a su esposa, que lleva en brazos a su hermana Elena. Aprieta los ojos mientras en su cabeza le reclama a quien pueda oírla por qué no puede recibir una pequeña parte del afecto que le toca a su hermana.
Más tarde, las burlas no se hacen esperar; todos piensan que es la criada en esa casa o la hija de algún desliz. La chiquilla solo baja la mirada y se aleja de todos para no llorar en público, aunque es difícil.
—¿Tu padre, el chofer, no pudo venir hoy? —se burla uno de los niños.
—De seguro estaba llevando a la familia Marconetti y no le dieron permiso —dice otra niña mimada y odiosa, soltando una carcajada.
—Mi mamá dice que es la hija de una zorra y que, como la señora de la casa no la quiere... —continúa otra pequeña que está al lado de los atacantes.
Ginevra no aguanta las burlas y se aleja de todos. Camina hasta llegar al fondo de las escaleras, su lugar favorito para esconderse.
Allí permanece hasta que deja de escuchar las voces de los pequeños; entonces se permite llorar en silencio. Luego se seca las lágrimas y sale de nuevo. Para ese momento ya es hora de salir, y se dirige a donde la recogen diariamente.
—Buenas tardes, señorita Ginevra. ¿Cómo le fue hoy? —le pregunta el chofer con una sonrisa cuando la puerta se cierra y el carro arranca. Él sabe todo lo que sufre la pequeña y, como conoció a su madre, no le gusta cómo la tratan.
—Lo mismo de siempre... Papá no vino a mi acto —sus ojos se llenan de lágrimas y un nudo le atraviesa la garganta—. ¿Me puedes decir por qué me odia tanto? Yo no pedí nacer —su voz tierna y baja hace que el corazón del hombre se arrugue como papel. Una punzada en el pecho lo obliga a desviar la mirada para no seguir viendo el sufrimiento de ese pequeño ángel.
—¿Sabes una cosa? Conocí a tu madre y ella decía algo muy cierto —comienza el hombre, mirando a través del espejo retrovisor.
—No importa quién nos quiera si nosotros mismos lo hacemos... —la niña levanta la mirada y sonríe.
—¿Cómo era ella? —Sus ojitos brillan de emoción. El chofer se endereza y suspira.
—Ella... Era inteligente, soñadora, pero también tenía un carácter muy fuerte... —suelta una pequeña risa—. Cuando tu madre se molestaba, hasta tu padre corría. Tenía un lema: “Una traición jamás se perdona”.
La pequeña Ginevra asiente, limpia sus lágrimas y ya no se siente tan mal ahora que ha escuchado más de su madre.
Una vez que llegan a la mansión, la niña baja feliz. Aunque no haya ido, ella le dará su regalo. Dirige sus pasos hacia donde escucha voces, en la sala, y corre hacia su padre, abrazándolo por la pierna.
—Papá, feliz Día del Padre. Mira lo que te hice —le estira las manos con el hermoso presente que ella misma elaboró.
Tiziano la retira de su cuerpo con sus fuertes brazos, y una arruga surca su frente. De solo verla, todo se le revuelve y le grita:
—¿Cuál papá? Estoy cansado de decirte que es “señor Tiziano Marconetti” para ti —arruga la carta con expresión de asco. Eso le parte el alma a la pequeña. De inmediato baja el rostro y asiente.
—Lo siento, señor Tiziano —su madrastra y su media hermana se ríen, y ella corre a encerrarse en su habitación, totalmente destrozada.
Muchas bendiciones y sobre todo sanación a la nena.
Gracias por este capítulo a pesar de la situación actual de salud.
Abrazos